No hace muchas semanas Fernando Pérez Ollo, publicaba una semblanza del inolvidable Don Julio Caro Baroja. En ella se nos recordaba el aprecio que sentía Don Julio por los conocimientos que adquirió al cursar la asignatura de religión. Gracias a ellos había podido entender la cultura en la que estaba inmerso y desentrañar claves para su valoración e interpretación, no sólo de la cultura cristiana, sino del fenómeno religioso en general. Don Julio había estudiado en un colegio aconfesional y desde luego no parecía a simple vista ser una persona especialmente religiosa, aunque con finura nos contaba Don Fernando que en alguna ocasión lo vio santiguarse. Lo de no apreciar las enseñanzas de la religión viene ya de lejos. Recuerden que la asignatura en tiempos del franquismo se la consideraba una "maría", igual que la educación política y la gimnasia, que así se llamaba entonces a la educación física. De aquellos años, cuando el despertar económico, y la aparición de los "nuevos ricos", corría el chascarrillo atribuido a uno de estos adinerados cuanto ignorantes, que creía que un "auto sacramental" era el coche del señor obispo. ¿De verdad que la ignorancia es más loable que el conocimiento riguroso o la formación seria y cabal? ¿No importan lagunas culturales que nos dejan ciegos ante lo que nos rodea? Recuerdo que en el conocido pasaje de la novela de Martín Santos "Tiempo de silencio" en que el narrador describía de manera burlesca la confesión de Pedro a la regenta de la casa de prostitución; sólo los que sabían de religión comprendían que se trataba de una parodia; de la misma manera que no podían entender el sarcasmo hiriente con que describe el encuentro del protagonista con el chabolismo de Madrid comparándolo con el pasaje del Éxodo en que Moisés desde una colina contempla "la tierra prometida". Son sólo un ejemplo y un argumento menor, aunque válido, en pro del estudio de la asignatura de religión. Existen argumentos vitales y existenciales de no menor peso.