La Diócesis de Pamplona realizó recientemente la inscripción en el Registro de la Propiedad de los inmuebles dedicados al culto o a la actividad pastoral denominados bienes de la Iglesia. El hecho ha despertado sus recelos por no decir el apetito de algunos munícipes. El Ayuntamiento de Huarte ha remitido recientemente a todos los ayuntamientos una propuesta en la que se pide la adhesión de las distintas Corporaciones para denunciar tal inscripción.
Debemos saber que no se trata de una medida tomada por la urgencia de los tiempos. La Iglesia española venía solicitando este acto administrativo ya desde los tiempos de la II República. Siguió pretendiéndolo durante los cuarenta años del franquismo. La legislación entonces vigente lo impedía. Los templos parroquiales abiertos al culto no se pudieron inscribir ni durante la república ni durante el franquismo. Fue a partir de 1998, a raíz de una modificación de la ley hipotecaria, cuando legalmente ha sido posible.
La inscripción en el Registro no otorga el derecho de propiedad sobre nada, simplemente hace pública, para salvaguardar derechos, las propiedades que han sido objeto de inscripción. Constata la titularidad de los bienes que ya se poseían. Es un acto administrativo de prudencia cuya primera consecuencia es que de hecho todo sigue igual. Sería necio imaginar que los bienes existentes en todos los rincones de Navarra, a partir de ahora, puedan ser llevados a un Museo imaginario, o como cabe en algunas mentes alucinadas, para adorno de la sede episcopal. La fórmula de la inscripción es absolutamente clarificadora. “A nombre del arzobispado para la parroquia de…”. Inscribe el Arzobispado porque la parroquia es una parte de la Iglesia diocesana, pero inscribe “para la parroquia de…”, asegurando así que el uso y disfrute de esos bienes es de la comunidad cristiana (el pueblo de Dios) en esa localidad.
No consideramos necesario recuperar la memoria histórica como queriéndonos curar en salud. Larga cuanto amarga es la experiencia de la Iglesia en asuntos de expropiaciones y robos descarados principalmente a partir de la invasión francesa cuyo segundo centenario vamos a conmemorar. Penosa es la historia de la destrucción del patrimonio artístico español en general, pero sobre todo del religioso, a lo largo de los siglos XIX y XX. No fue sólo la desamortización de Mendizábal. Leyes se publicaban para protegerlo; pero las incumplían hasta las mismas autoridades. Véanse los cinco tomos escritos por Don Francisco Fernández Pardo y publicados en el 2007 por Fundación Universitaria Española con el título Dispersión y destrucción del patrimonio artístico español. Junto a las ambiciones de los entendidos aparece la rabia antirreligiosa de otros. En la Gaceta del 22 de septiembre de 1836 aparece la R.O. que invitaba a “hacer desaparecer del suelo a la mayor brevedad posible esos góticos monumentos, signos del fanatismo y de su aliada la tiranía”. No olvidemos que como consecuencia de todas esas medidas y atropellos los ricos se hicieron más ricos y el Estado no consiguió sanear sus arcas.
Evidentemente no han sido estas las motivaciones que han tenido en cuenta los gestores de la inscripción en el Registro de la Propiedad. Bien se sabe que cuando los tiempos se emborrascan, sirven de poco ni documentos ni registros de propiedad ni derechos ancestrales. Sin embargo nunca es malo conocer de cada cosa al dueño porque, en el peor de los casos, siempre se podría conocer al usurpador.
Otras miras más de cada día han propiciado la gestión:
- La suscripción de seguros comunes para todas las instalaciones y actividades de la Iglesia católica en toda la diócesis.
- La consecución de préstamos o servicios financieros de todas las actividades de la Iglesia de manera conjunta, con lo que esto puede suponer de beneficio.
- La liberación del párroco de la carga que puede suponer la gestión, mantenimiento, alquiler, etc. de las propiedades de la Iglesia en su localidad. Y otras por el estilo.
El asunto nos brinda la ocasión para clarificar algunas cuestiones importantes. La situación actual en las comunidades humanas de nuestros pueblos y ciudades presenta una fragmentación ideológica, política y religiosa que contrasta con la unidad que caracterizó a nuestros antepasados. Un signo evidente son los templos católicos que se yerguen cimeros en el horizonte de todos los municipios, por minúsculos que sean. Las ermitas, las iglesias monumentales o humildes, lo mismo que las fiestas patronales o las romerías se consideraban naturalmente como pertenecientes al patrimonio cultural y vital de esa comunidad. Pero el pueblo y la casi totalidad de sus habitantes se consideraban católicos, es decir, feligreses, hijos de la Iglesia, que no otra cosa significa feligrés. El pluralismo de nuestros días ha roto la unidad espiritual. Algunos se han alejado de la fe de sus mayores. En modo alguno es admisible que los bienes eclesiásticos que se encuentren en el solar de los pueblos, se consideren pertenencias de los Ayuntamientos como cualquier otro bien municipal. El titular es el que ha sido siempre, la Iglesia diocesana, y destinada, como siempre, a la parroquia y sus parroquianos. Abierta a todos, eso sí, pero para celebrar la liturgia y atender la pastoral, o sea, a la atención espiritual de los creyentes y, en su caso, a lo que determine el titular.
Pocos lugares hay tan públicos en un pueblo como los locales de la Iglesia. En ellos no se exige entrada, se recibe a todo el mundo, no hay que demostrar pertenencia a nada. Son lugares mucho más públicos que las piscinas o los polideportivos “públicos”, que legítimamente exigen carné, o pago de cuotas. Por eso nos viene a la mano el viejo refrán: cada uno en su casa y Dios en la de todos.
Debemos saber que no se trata de una medida tomada por la urgencia de los tiempos. La Iglesia española venía solicitando este acto administrativo ya desde los tiempos de la II República. Siguió pretendiéndolo durante los cuarenta años del franquismo. La legislación entonces vigente lo impedía. Los templos parroquiales abiertos al culto no se pudieron inscribir ni durante la república ni durante el franquismo. Fue a partir de 1998, a raíz de una modificación de la ley hipotecaria, cuando legalmente ha sido posible.
La inscripción en el Registro no otorga el derecho de propiedad sobre nada, simplemente hace pública, para salvaguardar derechos, las propiedades que han sido objeto de inscripción. Constata la titularidad de los bienes que ya se poseían. Es un acto administrativo de prudencia cuya primera consecuencia es que de hecho todo sigue igual. Sería necio imaginar que los bienes existentes en todos los rincones de Navarra, a partir de ahora, puedan ser llevados a un Museo imaginario, o como cabe en algunas mentes alucinadas, para adorno de la sede episcopal. La fórmula de la inscripción es absolutamente clarificadora. “A nombre del arzobispado para la parroquia de…”. Inscribe el Arzobispado porque la parroquia es una parte de la Iglesia diocesana, pero inscribe “para la parroquia de…”, asegurando así que el uso y disfrute de esos bienes es de la comunidad cristiana (el pueblo de Dios) en esa localidad.
No consideramos necesario recuperar la memoria histórica como queriéndonos curar en salud. Larga cuanto amarga es la experiencia de la Iglesia en asuntos de expropiaciones y robos descarados principalmente a partir de la invasión francesa cuyo segundo centenario vamos a conmemorar. Penosa es la historia de la destrucción del patrimonio artístico español en general, pero sobre todo del religioso, a lo largo de los siglos XIX y XX. No fue sólo la desamortización de Mendizábal. Leyes se publicaban para protegerlo; pero las incumplían hasta las mismas autoridades. Véanse los cinco tomos escritos por Don Francisco Fernández Pardo y publicados en el 2007 por Fundación Universitaria Española con el título Dispersión y destrucción del patrimonio artístico español. Junto a las ambiciones de los entendidos aparece la rabia antirreligiosa de otros. En la Gaceta del 22 de septiembre de 1836 aparece la R.O. que invitaba a “hacer desaparecer del suelo a la mayor brevedad posible esos góticos monumentos, signos del fanatismo y de su aliada la tiranía”. No olvidemos que como consecuencia de todas esas medidas y atropellos los ricos se hicieron más ricos y el Estado no consiguió sanear sus arcas.
Evidentemente no han sido estas las motivaciones que han tenido en cuenta los gestores de la inscripción en el Registro de la Propiedad. Bien se sabe que cuando los tiempos se emborrascan, sirven de poco ni documentos ni registros de propiedad ni derechos ancestrales. Sin embargo nunca es malo conocer de cada cosa al dueño porque, en el peor de los casos, siempre se podría conocer al usurpador.
Otras miras más de cada día han propiciado la gestión:
- La suscripción de seguros comunes para todas las instalaciones y actividades de la Iglesia católica en toda la diócesis.
- La consecución de préstamos o servicios financieros de todas las actividades de la Iglesia de manera conjunta, con lo que esto puede suponer de beneficio.
- La liberación del párroco de la carga que puede suponer la gestión, mantenimiento, alquiler, etc. de las propiedades de la Iglesia en su localidad. Y otras por el estilo.
El asunto nos brinda la ocasión para clarificar algunas cuestiones importantes. La situación actual en las comunidades humanas de nuestros pueblos y ciudades presenta una fragmentación ideológica, política y religiosa que contrasta con la unidad que caracterizó a nuestros antepasados. Un signo evidente son los templos católicos que se yerguen cimeros en el horizonte de todos los municipios, por minúsculos que sean. Las ermitas, las iglesias monumentales o humildes, lo mismo que las fiestas patronales o las romerías se consideraban naturalmente como pertenecientes al patrimonio cultural y vital de esa comunidad. Pero el pueblo y la casi totalidad de sus habitantes se consideraban católicos, es decir, feligreses, hijos de la Iglesia, que no otra cosa significa feligrés. El pluralismo de nuestros días ha roto la unidad espiritual. Algunos se han alejado de la fe de sus mayores. En modo alguno es admisible que los bienes eclesiásticos que se encuentren en el solar de los pueblos, se consideren pertenencias de los Ayuntamientos como cualquier otro bien municipal. El titular es el que ha sido siempre, la Iglesia diocesana, y destinada, como siempre, a la parroquia y sus parroquianos. Abierta a todos, eso sí, pero para celebrar la liturgia y atender la pastoral, o sea, a la atención espiritual de los creyentes y, en su caso, a lo que determine el titular.
Pocos lugares hay tan públicos en un pueblo como los locales de la Iglesia. En ellos no se exige entrada, se recibe a todo el mundo, no hay que demostrar pertenencia a nada. Son lugares mucho más públicos que las piscinas o los polideportivos “públicos”, que legítimamente exigen carné, o pago de cuotas. Por eso nos viene a la mano el viejo refrán: cada uno en su casa y Dios en la de todos.